martes, 15 de marzo de 2011

10 de marzo de 2011 – 10 de marzo de 1954: 57 años de diferencia

    ¡Cúantos soles, cuántas lunas! ¡Cuánta lucha, cuánta experiencia; cuánto aprendizaje, cuántas esperanzas!
    10 de marzo de 1954. Hora: 5:30 p.m. Lo recuerdo como si fuera hoy mismo.
    Me encontraba en mi casa junto a mi madre Graciela de Villaparedes y mis hermanas Gisela de 17 años y las pequeñas Lidastenka y Magaly, de 7 y 5 años.
    También estaban mis hermanos Enso de 14 años y Gustavito de 12.
    Mamá se disponía a preparar algo en la cocina y yo con ella, cuando, de pronto llega una compañerita corriendo, buscándome. Me informa que la Seguridad Nacional  acaba de asaltar el Centro Cultural Simón Rodríguez, situado en la calle 4 de Los Jardines del Valle, se llevaron presos a varios de los jóvenes que allí estaban y a las muchachas las obligaron a salir.
    Consulto con mi familia rápidamente y decido avisar a la familia Adam en Coche – yo vivía en la calle 13 de Los Jardines del Valle – ésta era la familia de mi novio Alexis, él era militante, junto a su hermano Frank, de la Juventud Comunista y sus hermanas Lutecia y Henriette, y Enio Arreaza Arreaza, esposo de Lutecia, miembros de Acción Democrática.
    Voy a darles el aviso para que tomaran las medidas pertinentes, ya que la represión había arreciado y comunistas y adecos eran perseguidos y apresados.
    Cuando llego al apartamento de los Adam, me abre la puerta el mismísimo Ayala; uno de los más salvajes torturadores de la policía política del régimen perezjimenista, a quien yo no conocía y no caigo en cuenta hasta que aquel hombre, impecablemente trajeado con un liqui-liqui blanco, me increpa sin franquearme el paso: “¿quien eres tú? ¿eres Marina o Doris? ¿eres Aura? ¿quién carajo eres tu?
    Sin salir de mi asombro, no respondo. En medio de la confusión, el tipo de un empujón me introduce a la sala y veo que todo estaba revuelto. Máquina de escribir en el piso, libros, papeles en cantidad y cuadros tirados por todos lados; en un rincón, la abuela con dos niños abrazados, lloraba aterrada. Adentro otro esbirro celebraba que yo había llegado por mis propios medios. Era el “mocho” Delgado, “mocho” del brazo derecho, con una prótesis de goma negra, con la que golpeaba con ensañamiento a los presos políticos; otro sádico asesino que comenzó a lisonjearme, a decir que era una catira que estaba muy buena y dijo: “ésta, déjamela a mi”.
    ¡Dios mio! ¿Qué he hecho yo? ¿Qué es esto? No entendía nada. ¿Cómo era posible que me hubiera ido a meter en la cueva del lobo? No podía decir: me equivoqué, yo me voy... No sé. En segundos, mil pensamientos pasaron por mi mente. Los minutos parecían siglos y entre las burlas y los insultos para que me identificara, soltó Ayala la frase que me dejó sin aliento, que fue como si me hubieran asestado un toletazo en la cabeza: “no, palomita, tú no te vas, tu caíste mansita, tú estás presa”. ¡¡PRESA!! ¡Yo, presa! Así, de esa manera... pero, ¿y qué pasó aquí? Y el resto de la familia, ¿dónde está?. No entiendo nada. Mi cabeza es un hervidero. ¡No! Esto no puede ser. ¿¡Yo, presa!?. ¡SI! Y bien presa. En manos de aquellos perros de presa que enseguida me ordenaron caminar  hasta el estacionamiento, donde tenían una de sus camioneta, donde me hicieron subir y en la que se trasladaron a mi casa en la calle 13 de Los Jardines del Valle, de donde se llevaron – después del allanamiento – a mi hermano Enso de solo 14 años y al camarada Simón Gil, quien acababa de llegar, a mi hermano Nel y a Carlitos, un amigo suyo.
    Emprendieron el regreso, rumbo al Paraíso donde estaba la sede de la Seguridad Nacional.
    De la residencia de los Adam se habían llevado a 6 personas: Enio Arreaza Arreaza, su esposa Lutecia y los hermanos de ella: Henriette, Alexis y Frank; también a mi, que me presenté; y de mi casa, 4: Simón, Carlitos y mis hermanos Enso y Nel.
    Llegaron haciendo alarde por lo que habían conseguido, gritando que esa noche habría fiesta.
    Nos recibieron a golpes, puntapiés, insultos y palabras groseras refiriéndose a que íbamos tres muchachas. Lutecia estaba embarazada y luego presentó un conato de aborto debido al maltrato.
    Esa noche fue tenebrosa. Para ellos fue la fiesta. Nos separaron a distintos lugares, pero contiguos.
    A mi me llevaron a una oficina cuyas paredes eran de bloques de vidrio a través de los cuales se veían las figuras de los detenidos siendo apaleados y cuando caían al piso. Tenía dos puertas batientes, por ellas entraban y salían corriendo los torturadores. Como único mobiliario una silla, un rin para cauchos de carro y colgando en una de las paredes, una especie de colección de foetes. La silla no era para mi. Era para el policía que se quedó cuidándome. Para mi, era el rin. Me dejaron con un tipo y fueron a buscar al jefe de política, Miguel Silvio Sanz Áñez y me entregaron a él.
    Yo, no era yo. No terminaba de convencerme de aquella realidad. Lo que se me venía encima. ¿Qué torturas me irían a aplicar, lo aguantaría? ¿Estaba presa de verdad? Y Alexis y ellos ¿a dónde los llevarían? Y pensaba en mamá... ¡Pobrecita! Me levaron a mi y a mis hermanitos. Ella sabía todo lo que se decía acerca de la tortura. ¿Cómo sería para mi madre aquella noche? ¿Estaría llorando? Llegué a sentirme culpable, seguramente que al otro día ella iría a la Seguridad Nacional a saber, o al menos a intentar saber sobre la suerte de sus hijos presos. Estos pensamientos llenaban mi cerebro y casi no me preocupaba por mi.
    A nosotros en la Juventud y el Partido Comunistas se nos había enseñado tácticas y fortaleza para enfrentar el aparato represivo, nuestros principios y valores nos daban la fuerza necesaria para resistir y realmente yo no tenía miedo. Siempre estuve decidida a no hablar. Cuando llegó Ayala con Miguel Sanz y otro hombre, le dijo: “esa es, ahí la tiene, jefe”. Y se fueron.
    Sanz me ordena que me desnude y no le obedezco. Agarra un foete y me da tres o cuatro foetazos y me manda a subir al rin, pero sin zapatos. Me subo y el hombre insiste en que me quite la ropa. Yo me quedo inmóvil. Entra en furia y dice: “es que tú eres brava”, “ya vas a ver si no me haces caso; aquí hasta los más arrechos hablan” y me lanza otra andanada de foetazos. Con la misma me monta sus manazas en los hombros, me rasga el vestido y me lo saca. Sigue pegándome y ahora me insulta, me llama impúdica, desvergonzada. Me deja en prendas íntimas y así parada sobre el rin, esposada y sin mi vestido, me da otra paliza y se va.
    Se escuchaban carreras, gritos, lamentos, imprecaciones, golpes, quejidos y risas. Las risas y los comentarios mordaces de aquellos seres endemoniados. Estaban en una orgía de sangre, masacrando a todos los revolucionarios que iban trayendo durante la noche. Y qué noche.
    Todo eso y mucho más me ocurrió el 10 de marzo de 1954 y hoy se están cumpliendo 57 años de aquellos aciagos momentos.
    Aquella noche la pasé hasta el amanecer del otro día, parada sobre el rin, sin mi ropa y con un tipo al que le dejaron cuidándome. Así pasaron ocho días.
    Me sacaban en la mañana y en la tarde para ir al baño y volvía al rin. No hubo comida ni agua hasta el quinto día, cuando nos reunieron a cinco mujeres en otra oficina más grande, colocaron una silla en cada esquina y una a un costado, con estricta prohibición de hablar entre nosotras. Habían dos espías vigilándonos. Mi amiga Henriette al verme, abrió expresivamente sus ojos verdes y se me quedó mirando como en un saludo.
    La sorpresa fue general, a nadie le informaban a dónde se lo llevaban. “Bájate, vístete, ponte los zapatos, vamos” y me condujeron allí.
    Mi aspecto debía ser lamentable; sosteniendo con mis manos los jirones de mi pobre y mugroso vestido. Cinco días sin bañarme ni peinarme; me habían tirado por los cabellos, abofeteado con paquetes de papeles para que dijera dónde estaba “Santos Yorme”, seudónimo que usó Pompeyo Márquez durante la clandestinidad.
    Vi a las cuatro compañeras. A las otras tres no las conocía. Mi amiga era muy valiente, atestada. Con esos ojos y esa mirada penetrante me quería decir tantas cosas... tenía presa a toda su familia..., después en la cárcel me contó que los degenerados esos la habían llevado a ver a su hermano Alexis medio muerto, inconsciente, tendido desnudo en el piso, todo hinchado por las golpizas, y cuando lo vio así se armó de valor y le dijo al torturador: “¡Mátelo, por favor, dele un tiro, no lo haga sufrir más!”
    Pero decía que nos reunieron en una oficina a las mujeres; nos ofrecieron, como si no fuera una obligación, que “aquí les vamos a traer comida”. ¡Comida! Para quienes teníamos cinco días o más sin probar bocado. ¡Qué lujo! Y bien: lo cumplieron durante los cinco días siguientes, que hubimos de soportar sentadas en aquellas incómodas sillas también por las noches. No hubo camas tampoco. El 20 de marzo nos llamaron para un traslado. Salimos en silencio en medio de unos seis esbirros que festejaban no sé qué. Afuera nos esperaba una camioneta.
    Sin conocer destino, la abordamos y tomó rumbo a la Cárcel Modelo de  Caracas, en la Avenida El Cuartel de Catia.
    Tenía yo 20 años cuando, por profesar las ideas comunistas, fui encerrada por año y medio en ese otro antro.

Yolanda Villaparedes
yolanda villaparedes@gmail.com

4 comentarios:

  1. ¡Madre! ¡Qué historia esta! ¡Qué horrores enfrentaste y con qué valentía! Hoy celebro que estés aquí y que tengas también la valentía de contar a quien quiera oirlo y leerlo el trozo de historia de este país que tu ayudaste a construir con tu fuerza y con tu esperanza. Gracias a mujeres como tu se pudo salir de la dictadura de Pérez Jiménez y empezar a construir un país con mayores libertades. ¡Gracias! Te amo profundamente.

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  2. Querida Yola.

    Extraordinaria narración, y muy necesaria también,necesario es que muchos la conozcan y sepan lo que cuesta la libertad, lo que cuesta ser verdadera revolucionaria, lo que cuesta tener dignidad y amor por la Patria y por la humanidad.

    Además Yolanda, muy bien escrita, por favor sigue escribiendo, lo haces muy bien y además tienes mucho que decir y tanto que contar.

    Excelente la idea de un blog dedicado a las luchas y sacrificios de las abnegadas y valientes luchadoras venezolanas. Te felicito y me atrevo a hacerte una pregunta, ¿Por qué no invitas a gente como Chela, Sol, y tantas otras a que escriban su testimonio y lo publicas por esta misma página? Sería genial.
    ¿Me permites publicarlo en mi facebook?
    Mi amor de siempre.
    Besos ...
    Alfonso

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  3. Estas son las historia que nos comprometen y obligan a estar a la altura de estos ejemplos de dignidad y valentía. Estas son las mujeres que pueden conjugar este verbo con toda propiedad, con autoridad moral, con una ética intachable: son unas valientes y las que necesitamos para inspirarnos, resistir y continuar la lucha por todas las conquistas que nos faltan! Gracias por dejar este histórico testimonio que han desaparecido, borrado, invisibilizado de casi todas las páginas de historia contemporánea de Venezuela. Continúe, siga por favor, no detenga la memoria histórica, compartala para que podamos fortalecer nuestro espíritu de combate! Muy agradecida!

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  4. Agradecida también de tu apreciación y tu estima. Esa justamente es la idea de este espacio que tímidamente estamos construyendo. Cuenta con mi amistad y mis aportes. Un abrazo.
    Yolanda

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